Calificación: ⭐⭐⭐⭐
A mí ‘Ainhoa’ me fascina cuando se vuelve facinerosa, muy facinerosa. Cuando está en la Marsella del Olympique, de Guédiguian, de ‘El clan de los marselleses’, de los exiliados españoles de la Incivil, cuando huele a thriller (im)puro y nos explica dónde, cómo, cuándo y quiénes empezó, empezaron, la ‘Franch Connection’. Cuando la sientes hermana de ‘Persépolis’. Cuando parece que a Ainhoa le hubieran dado clases de lucha La Novia de ‘Kill Bill’ y Furiosa. Me gusta cuando es gore (ese cabrón muerto con la lengua traspasada por una percha…). Cuando pilla bus y pilla carguero. Cuando me suena a ‘Un día más con vida’. Cuando me lleva a La Txantrea mientras atruena ‘Barrio conflictivo’, sabiendo como intuyo que pronto estaré en el Beirut de ‘Vals de Bashir’ y oiré, entre los tiros, a Wajdha Bastagar antes de pisar los campos de amapolas; cuando las afganas eran libres. Y me fascina su uso de los eternos recursos del cinematógrafo. Para resumirnos un viaje, una flecha sale de Iruña, recorre el mapa hasta París; allí un avión, dibujado, claro, despega por el mapa extendido en la pantalla y llega al Líbano…).
A mí me gusta cuando se me pone así, reidora, y me hace chistes sobre cómo tuvimos ¿tenemos? que protegernos las chicas del ‘machismo-leninismo’. Me gusta que sea sexy, todos los cuerpos mezclados en la misma cama. Quizás me habría gustado incluso más si no la sintiese tan revolucionariamente didáctica y hubiese sido menos ‘consignera’. Pero es que así fuimos algunos, de puño cerrado y soflama. Tan poco sutiles minutos antes de que, como recordaba Fermin cuando charlaba con Alberto Moyano, «la construcción de un mundo nuevo se detuvo por un instante». Un instante que ya está durando demasiado.