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Fermín Muguruza es punk y hace arte antifascista. Podría decirse de él que es un músico que hace cine de animación o historieta. También valdría la definición. Muguruza es también un referente del punk de los ‘80 de la península y del arte de la resistencia en el País Vasco con distintas bandas –notablemente Kortaku y Negu Gorriak-. De su producción reciente se conoce Black is Beltza, un cómic y película animada –disponible en Netflix- y sus correspondientes segundas partes: Black is Beltza 2: Ainhoa, que está llegando en estos días a las carteleras argentinas. En Buenos Aires se puede ver en el Gaumont (Av. Rivadavia 1635) desde el jueves, en Rosario en Cine Nuevo Monumental (Avenida San Martín 993) desde el sábado. Tanto la primera como la segunda parte contaron con el equipo de Draftoon, de Rosario, que en esta ocasión incluso asumió el papel de coproductora del film.
Si la primera parte seguía los pasos de Manex, un vasco que conocía de primera mano las luchas por los derechos civiles de Estados Unidos y otros países, en esta secuela el espectador conoce a Ainhoa, su hija, que viaja al País Vasco para conocer la patria paterna y toparse con los años de plomo de la ETA y distintas luchas civiles en Medio Oriente, además de la explosión del negocio de la heroína y la cocaína en todo el mundo. Muguruza está de visita en la Argentina y, durante su encuentro con Página/12 recuerda con cariño la publicación del primer cómic acá –y su presentación en el Espacio Moebius-, anticipa la salida del segundo y, claro, presenta el nuevo film animado.
-Imagínate que ya cuando salió el primer cómic lo fuimos a presentar a Guadalajara. Allá estuve con un trombonista que se lo leyó en una noche y a la mañana vino y me dijo “ahora tenemos que conocer la historia de la niña”. Y yo estaba “pero si ahora voy a hacer una película de esto, ¿cómo voy a poder pensar siquiera en hacer la de esta niña?” Pero era algo que me rondaba a mí también. Para mí era interesante pensar que en el relato si la niña cumplía 18 años ya estábamos en el ‘85 y con 21 ya estábamos en el ‘88, entonces llegábamos a la época de Kortaku.
-A mí me apasiona la historia de la humanidad. Los años 60 me interesaban mucho porque ya estaba yo en este mundo. Nos interesaba contar cómo funcionaba el racismo y la perspectiva de las revoluciones desde la perspectiva del País Vasco. Y toda la ficción está atravesada por los hechos históricos. Pero además en el hacer la primera película aprendí muchísimo. Imagínate que son cuatro años trabajando en eso. ¡Es un master! Ahí dije “ahora, con todo lo que sé, ¿voy a permitir que esto desaparezca como lágrimas en la lluvia?” Pues no, hay que hacer una segunda película y contar la historia de esta chica. Y nos vamos a ir al País Vasco, y ahí ya teníamos la presencia musica constante. Si en la otra película visitaba nuestro protagonista el Festival de Monterrey, en esta es ir al País Vasco y ver la “última danza” de Kortaku. Tenía la idea de contar esos años tan duros, los años de plomo, con lucha armada, con represión, con guerra sucia, escuadrones de la muerte y la introducción masiva de heroína que masacró a una generación entera, la mía.
-Es una película dura. Un thriller político, con espionaje y contraespionaje, quería que no supieras qué tipo de careta usaban los personajes. Y por supuesto hay un ejercicio de memoria histórica que para quienes hemos vivido esa época reconforta, pero no desde la nostalgia, sino desde el volver a pasar por el corazón. Pero todo desde la crudeza, las contradicciones, las discusiones que había en todo momento. Y luego desde la reivindicación del papel de la música.
-(Risas) Bueno, ¡de vez en cuando hay que decir alguna boutade! Muchas veces me preguntan “¿Tu qué te consideras más, cineasta o músico?” Finalmente, soy un músico que hace cine. Yo compongo una partitura. Pero incluso la realización de la película tiene que ver con el ritmo musical que imprimen las canciones, que son un personaje más. Con las melodías de las voces que pido a los actores y actrices. No les pido intensidad ni grito, sí melodía. Incluso todo lo que son los sonidos del folly, que acompañan las cosas, entran y salen dentro de esa composición musical. Hasta te voy a dar un detalle: hay un personaje que cuando aparece, suena una mosca (imita). Crea tensión, ni te enteras, es subliminal. Pero trabajamos mucho así. Y además con el estudio de animación buscando ser lo más eficaces posibles en cada plano, mezclamos muchas técnicas. Por eso me gustaría subrayar el trabajo de Draftoon de Rosario, que fueron imprescindibles, en esta segunda incluso fueron co-productores.
-Me gusta mucho esa apreciación, porque de la misma manera que Woody Guthrie se puso una pegatina en la guitarra diciendo “esta máquina mata fascistas”, nosotros teníamos una camiseta de “Black is Beltza. Este film mata fascistas”. Esto que hacemos nosotros de divulgación, de contar nuestro relato, de no dejar que otro lo cuente, precisamente por esa batalla de qué narrativa se impone. De la sociedad actual me interesa mucho fijarnos en Colombia. Es muy interesante que un país que nunca conoció la paz, porque las luchas de clases van a seguir, más en un momento tan cruento del neoliberalismo, han sido capaces de crear ilusión. Eso es algo imprescindible. Poder escuchar a Petro en la ONU con ese discurso, incluso hablando de legalizar las drogas. O a su vicepresidenta, que de repente ilusiona a la población indígena porque la van a recibir, siente la abrazan. Por supuesto tenemos el miedo de que los maten, directamente. Y del intento de ahogo que va a haber. Pero sí, la situación es desalentadora. Lo que ocurre es que hay una serie de revoluciones que se fusionan y a veces hay que pensar que la construcción de un mundo nuevo se detuvo por un instante. Pero caer en la frustración, o incluso en el escepticismo, que es la peor de las enfermedades, es algo que no nos podemos permitir. Nosotros tenemos que seguir siendo trovadores, decir que sobrevivimos a todo, que podemos seguir contando todo aunque nos quisieron callar miles de veces. Nuestra victoria es esa.
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